Deberían dolerme todos los músculos del cuerpo. Deberían estar ardiéndome los pulmones. Debería sentirme morir… Y sin embargo me siento vivo. Estoy a casi nueve kilómetros en vertical sobre el nivel de mar. En este momento, ningún ser humano que tenga los pies en el suelo pisa más alto que yo.
Han valido la pena estos años de deseo, de entrenamiento, los tres intentos frustrados, el haber sentido las manos de la muerte apretándome la garganta otras tantas veces. Ha valido la pena casi todo.
He visto lo que pocos seres humanos han visto y algunas cosas que nadie debería ver jamás, como los cuerpos sin vida de aquéllos a los que el Everest les niega la gloria, o el derecho de regresar. Se quedan aquí arriba, donde no hay bacterias que los descompongan. Alguno, a muy pocos metros de la cumbre.
Una amante cruel
¿Qué pensaría ese pobre tipo que quiso llegar hasta aquí sin la ayuda de las bombonas de oxígeno y cayó, exhausto y derrotado, apenas a cien pasos de donde yo estoy ahora mismo? La montaña, madre, amorosa catapulta a la gloria para unos y venenosa mamba negra que se revuelve, letal, contra quien la molesta para otros, ¿qué pensaría?
Porque estoy seguro de que este monte, esta fortaleza caprichosa, piensa y siente. Es sólo que no sabemos entender lo que nos dice ¿Sonríe, benévolo, ante unos y se alza infranqueable ante otros? ¿Tal vez reparte gloria y muerte al azar y, como un toro, trae dinero y fama en su lomo pero sólo para quien sepa evitar sus astas?
Mirando al cielo
Vuelvo mis ojos a ese cuerpo conservado en un ambiente más frío y aséptico que el más cuidado de los laboratorios. Mira hacia aquí, con los ojos cerrados por unos dedos piadosos que los sostuvieron hasta que los treinta grados bajo cero helaron y soldaron los párpados.
Mira hacia aquí, no hay duda. Murió sabiendo que no alcanzaría la meta. Que todos sus esfuerzos, el frío, los terribles dolores, la laxitud muscular y otras privaciones que en aras de la dignidad de lo que antes fue una persona me guardo, pues yo sé lo que es olerte y no soportar tu propio olor, murió, digo, sabiendo que todo fue en vano.
Despacio, pues a estas altitudes no puede uno moverse de otra forma, abandono la cumbre. Sé que la subida da la gloria, pero que el mayor peligro se encuentra en la bajada. Paso al lado del cuerpo, me agacho junto a él y le palmeo el hombro.
Lento regreso a la vida
El viento arrastra de acá para allá envoltorios de basura de todo tipo y pienso por qué la montaña dejó pasar a domingueros de las alturas, permitiendo que volvieran para que el mundo siga siendo así de insulso, mientras a quien la retó cara a cara lo hizo morir cuando ya tenía la cumbre a una distancia poco mayor que cruzar una avenida.
Continúo bajando.